Los cuatro españoles que dieron la vuelta al mundo en Ford
Enjuto, pajarita bien plisada, flequillo apelmazado con brillantina y siempre pertrechado como un eterno comensal del Ritz. Federico Santander parecía cualquier cosa menos un explorador. Sin embargo, este intelectual, amigo de Unamuno y firma de postín del Abc protagonizó en los años 30 una hazaña tan heroica como desconocida, en una época en que las utopías todavía eran posibles y los paisajes remotos no entraban en los salones en formato televisor.
Cansado de España y sus rifirrafes políticos, Federico Santander Ruiz-Giménez decidió refugiarse en la epopeya. Para su conquista del Oeste, giró la veleta rumbo a Oriente. Embarcó tres socios fiables, todos jóvenes y optimistas: Enrique Power, médico, Enrique Mazariegos, encargado de la parte administrativa de la aventura, y Marcelo San José, mecánico y conductor. Se agenció mapas del mundo entero. Diseñó un membrete para la expedición. Y, como buen pionero, buscó una cabalgadura americana. Un Ford V8 Tudor Sedán negro, con sus faros como monóculos y la ilusión empaquetada junto a los baúles.
Su reto era dar la vuelta al globo en aquel armatoste. Una reencarnación española y con menos prisas del Phileas Fogg de Julio Verne: en vez de 80 días, se dieron ocho meses para culminar la singladura. Hasta la maleta de Federico Santander, llena de chaqués, camisas y trajes, también era un remedo de la del lord viajero, aunque su propósito era otro. "Mi viaje no responde a una finalidad puramente deportiva y nada tiene que ver con el propósito de realizar una empresa arriesgada o batir un récord. Se trata de ver el mundo despaciosamente", explicó meses después. Y despaciosamente arrancó el Ford, desde Valladolid, en la mañana fría, gris y lluviosa del 23 de octubre de 1932.
Van tejiendo Europa en los primeros días. En Italia, toca sobredosis de Mussolini, "con su efigie altanera y desdeñosa por doquier". Un fascismo que Santander simboliza en el desfile al que asisten en Venecia: estruendoso, arrogante y belicoso, espantando a las blancas palomas de la plaza de San Marco. Llegados a los Balcanes, se acaba el plácido paseo a lo Stendhal y aparecen los caminos enfangados, donde el coche se les cala cada dos por tres y toca embadurnarse los mocasines de Ateneo. Cuando estaban a pocos metros de despeñarse por un barranco serbio, tuvieron ocasión de probar, con éxito, los crujientes frenos del Ford. Lo celebraron en un banquete nupcial al que fueron invitados. En la mesa, vodka y rakia, un aguardiente local. Pasada la resaca, alguno escribió en el cuaderno de viaje: "En tierra española, pudieran recibir el nombre de matarratas".
El ritmo era de unos 300 kilómetros diarios, en un coche cargado hasta los topes que raramente superaba los 100 km/h. Aunque Marcelo San José era el chófer oficial, se turnaban al volante. Todos, menos el único que no sabía conducir: Federico Santander, boina calada y pipa en boca, siempre arrellanado en el puesto de copiloto, escribiendo impresiones para futuros libros y conferencias. En Turquía abren la puerta de un nuevo continente, donde las carreteras de los Balcanes parecen un paraíso.
La fresca del otoño les ayuda a atravesar Palestina, Líbano y Siria, pero no les libra del polvo, los caminos equivocados o las dificultades para encontrar alojamiento. Las paradas se hacen cada vez más frecuentes. El ruido de las piedras rebotando contra el suelo del pobre coche se hace insoportable. Los amortiguadores se convierten en un eufemismo. Y, por fin, Israel. Los cuatro vallisoletanos describen Jerusalén como "un ejemplo de tolerancia, viviendo en paz numerosas confesiones". Tiempos aquéllos.
Oriente Medio fue su bíblica travesía del desierto, con más de infierno que de Edén. Había que digerir la belleza violenta de los parajes en una sauna metálica que encallaba en cada duna. Penas que se solventaban con tablones de madera, turbantes de fortuna y ríos de sudor. Los oasis eran las poblaciones de beduinos. Cada llegada a uno de estos poblachos despertaba un remolino de curiosidad, con los autóctonos rodeando el Ford y preguntándose qué lengua del demonio balbuceaban aquellos forasteros.
Decidieron seguir esperando, por miedo a enmadejarse definitivamente en el ovillo de arena. Segunda noche al raso bajo un diluvio que parecía un monzón. Cuando los víveres y la esperanza comenzaban a escasear, surgió un runrún en el horizonte. El milagro se presentó como destartalado camión de mercancías. El chófer accedió a llevarlos en el remolque, donde, ateridos por el frío y la lluvia, dieron tumbos durante varias horas hasta llegar a Rutbar, a 300 kilómetros de allí.
Un telegrama al cónsul español en Jerusalén permitió rescatar y reparar el Ford V8. Ante la ausencia de noticias, en España cundió el pánico entre los familiares por la ausencia de noticias. Hasta que, el 20 de diciembre de 1932, apareció un despacho en la página 37 de Abc, remitido por el diplomático español: "Para conocimiento familias, señores expedición vuelta al mundo salida Valladolid que sufrieron avería desierto han sido recogidos". Federico Santander estaba decidido a abandonar. Sólo le disuadió la insistencia de sus compañeros. Tras unos días para reponer fuerzas y volver a disponer del Tudor Sedán, abandonaron el aduar –donde pasaron la Nochebuena– y embarcaron hacia Irak, con sus pozos de petróleo ya exhumando riqueza negra. La mirada del intelectual se superponía en ocasiones a la de0l viajero. Con reflexiones que tocan llagas del estrenado siglo XXI o parecían su antesala: "Un grave peligro amenaza a la civilización occidental, porque en Asia se incuba una hostilidad contra el mundo occidental. Y éste debe defender su espíritu. Los pueblos no pueden vender su alma". Hoy le habrían llamado neocon.
Paso a Afganistán –"con sus nacionales, los más pobres, sucios y siniestros de Asia"– y entrada en la India, donde sufren el segundo gran susto. Con miles de kilómetros en las llantas, esquivan por poco la paradoja de morir en un taxi de alquiler, "manejado por un indio fatalista que conducía a gran velocidad". Dieron dos vuelta de campana, mientras su Ford V8 reposaba en un garaje de Bangalore. "Era impensable que hubiésemos sobrevivido los cuatro", clamó Santander recién librado del amasijo de hierros. Quien se llevó la peor parte fue Enrique Power, con varios cortes graves en un brazo.
Las grandes hazañas se enhebran con momentos de profundo choque cultural. En China, Santander, amigo de Benavente, Muñoz Seca y Arniches, se planta en el teatro más reputado de Shanghai dispuesto a imbuirse del arte oriental. Le sorprende un espectáculo lánguido. Una orquesta horrísona. La ausencia de mujeres en la compañía, reemplazadas por "jovencitos ambiguos". En un entreacto, al borde del desmayo, averigua que la obra tiene 32 actos y dura ?4 horas. Huye despavorido.
Japón, Hawai y pasarela a Estados Unidos. Su travesía comienza en sentido contrario al de los pioneros, por California. En aquellos 30, donde el cine recobraba color y perdía afonía, en Hollywood ya tenían que esforzarse en pronunciar los apellidos de Catalina Bárcena, Gregorio Martínez Sierra o José López Rubio. Estrellas con las que los cuatro viajeros convivieron en su periplo de tres días por los estudios cinematográficos. Federico Santander aprovechó para participar como extra en una producción, Mis labios traicionan. Tras paladear el almíbar del espectáculo le quedó un regusto de postre de penitenciaría: "Es una vida fatigosa e ingrata, casi de trabajos forzados. La impresión que me ha producido Hollywood difiere mucho de la divulgada por el mundo. El más certero ha sido, a mi juicio, Jardiel Poncela, que con un contrato espléndido salió de allí corriendo y se volvió a España porque la mágica ciudad de los encantos le resultaba insoportable". Highway y manta.
En Detroit, capital del motor, les recibió el mismísimo Henry Ford, fundador del imperio de cuyas entrañas salió el Tudor Sedán negro que, infalible, les acarreaba por los recovecos del globo. Del encuentro no quedan fotos, pero sí una anécdota. El magnate les saludó con esa cortesía yanqui donde cinco minutos son demasiados. Ni bajó a ver el coche, como un ganadero que se niega a darle una palmadita en el lomo a su res. El concienzudo Marcelo San José, mecánico y conductor de la expedición, había dejado el auto de punta en blanco, a la espera del severo examen del patrón. Víctor San José, hijo del mecánico, recuerda las fotos de aquella hazaña colgadas en el salón familiar. Su padre, que años después aún le contaba anécdotas del viaje, guardó recortes, postales y hasta una pieza del auto. Un fondo documental que alimenta este reportaje. "Mi padre y sus compañeros fueron hombres inquietos, de otro tiempo. Y vivieron algo inconmensurable para la gente de su época", comenta con la voz tintada de admiración y nostalgia.
En Cuba, regida por el dictadorzuelo colonial Gerardo Machado, los cuatro se encuentran una isla desolada que será su última etapa. El potente lobby español los acoge durante semanas. El azar quiso que pudieran asistir a la llegada del Cuatro Vientos, pilotado por Barberán y Collar. Fue el primer avión que voló ininterrumpidamente entre España y Cuba. Un hito en la historia de la aviación y en la España de la época. Los pilotos fallecieron, días después, en un simple vuelo entre Cuba y México. Tragedia seguida con todo detalle por los diarios españoles y que motivó el único artículo que Santander escribió durante su vuelta al mundo. A finales de julio partieron de Cuba en el buque Cristóbal Colón. En aquel interminable trayecto de vuelta, con el Ford V-8 reposando en la bodega, Santander se dio a la lectura del filósofo alemán Hermann Keyserling. Subrayó una frase con la que después cerró muchas conferencias: "El camino más corto para encontrarse a sí mismo es dar la vuelta al mundo".
Alberto Iglesias and Cristofer Costa
Enjuto, pajarita bien plisada, flequillo apelmazado con brillantina y siempre pertrechado como un eterno comensal del Ritz. Federico Santander parecía cualquier cosa menos un explorador. Sin embargo, este intelectual, amigo de Unamuno y firma de postín del Abc protagonizó en los años 30 una hazaña tan heroica como desconocida, en una época en que las utopías todavía eran posibles y los paisajes remotos no entraban en los salones en formato televisor.
Cansado de España y sus rifirrafes políticos, Federico Santander Ruiz-Giménez decidió refugiarse en la epopeya. Para su conquista del Oeste, giró la veleta rumbo a Oriente. Embarcó tres socios fiables, todos jóvenes y optimistas: Enrique Power, médico, Enrique Mazariegos, encargado de la parte administrativa de la aventura, y Marcelo San José, mecánico y conductor. Se agenció mapas del mundo entero. Diseñó un membrete para la expedición. Y, como buen pionero, buscó una cabalgadura americana. Un Ford V8 Tudor Sedán negro, con sus faros como monóculos y la ilusión empaquetada junto a los baúles.
Su reto era dar la vuelta al globo en aquel armatoste. Una reencarnación española y con menos prisas del Phileas Fogg de Julio Verne: en vez de 80 días, se dieron ocho meses para culminar la singladura. Hasta la maleta de Federico Santander, llena de chaqués, camisas y trajes, también era un remedo de la del lord viajero, aunque su propósito era otro. "Mi viaje no responde a una finalidad puramente deportiva y nada tiene que ver con el propósito de realizar una empresa arriesgada o batir un récord. Se trata de ver el mundo despaciosamente", explicó meses después. Y despaciosamente arrancó el Ford, desde Valladolid, en la mañana fría, gris y lluviosa del 23 de octubre de 1932.
Van tejiendo Europa en los primeros días. En Italia, toca sobredosis de Mussolini, "con su efigie altanera y desdeñosa por doquier". Un fascismo que Santander simboliza en el desfile al que asisten en Venecia: estruendoso, arrogante y belicoso, espantando a las blancas palomas de la plaza de San Marco. Llegados a los Balcanes, se acaba el plácido paseo a lo Stendhal y aparecen los caminos enfangados, donde el coche se les cala cada dos por tres y toca embadurnarse los mocasines de Ateneo. Cuando estaban a pocos metros de despeñarse por un barranco serbio, tuvieron ocasión de probar, con éxito, los crujientes frenos del Ford. Lo celebraron en un banquete nupcial al que fueron invitados. En la mesa, vodka y rakia, un aguardiente local. Pasada la resaca, alguno escribió en el cuaderno de viaje: "En tierra española, pudieran recibir el nombre de matarratas".
El ritmo era de unos 300 kilómetros diarios, en un coche cargado hasta los topes que raramente superaba los 100 km/h. Aunque Marcelo San José era el chófer oficial, se turnaban al volante. Todos, menos el único que no sabía conducir: Federico Santander, boina calada y pipa en boca, siempre arrellanado en el puesto de copiloto, escribiendo impresiones para futuros libros y conferencias. En Turquía abren la puerta de un nuevo continente, donde las carreteras de los Balcanes parecen un paraíso.
La fresca del otoño les ayuda a atravesar Palestina, Líbano y Siria, pero no les libra del polvo, los caminos equivocados o las dificultades para encontrar alojamiento. Las paradas se hacen cada vez más frecuentes. El ruido de las piedras rebotando contra el suelo del pobre coche se hace insoportable. Los amortiguadores se convierten en un eufemismo. Y, por fin, Israel. Los cuatro vallisoletanos describen Jerusalén como "un ejemplo de tolerancia, viviendo en paz numerosas confesiones". Tiempos aquéllos.
Oriente Medio fue su bíblica travesía del desierto, con más de infierno que de Edén. Había que digerir la belleza violenta de los parajes en una sauna metálica que encallaba en cada duna. Penas que se solventaban con tablones de madera, turbantes de fortuna y ríos de sudor. Los oasis eran las poblaciones de beduinos. Cada llegada a uno de estos poblachos despertaba un remolino de curiosidad, con los autóctonos rodeando el Ford y preguntándose qué lengua del demonio balbuceaban aquellos forasteros.
Decidieron seguir esperando, por miedo a enmadejarse definitivamente en el ovillo de arena. Segunda noche al raso bajo un diluvio que parecía un monzón. Cuando los víveres y la esperanza comenzaban a escasear, surgió un runrún en el horizonte. El milagro se presentó como destartalado camión de mercancías. El chófer accedió a llevarlos en el remolque, donde, ateridos por el frío y la lluvia, dieron tumbos durante varias horas hasta llegar a Rutbar, a 300 kilómetros de allí.
Un telegrama al cónsul español en Jerusalén permitió rescatar y reparar el Ford V8. Ante la ausencia de noticias, en España cundió el pánico entre los familiares por la ausencia de noticias. Hasta que, el 20 de diciembre de 1932, apareció un despacho en la página 37 de Abc, remitido por el diplomático español: "Para conocimiento familias, señores expedición vuelta al mundo salida Valladolid que sufrieron avería desierto han sido recogidos". Federico Santander estaba decidido a abandonar. Sólo le disuadió la insistencia de sus compañeros. Tras unos días para reponer fuerzas y volver a disponer del Tudor Sedán, abandonaron el aduar –donde pasaron la Nochebuena– y embarcaron hacia Irak, con sus pozos de petróleo ya exhumando riqueza negra. La mirada del intelectual se superponía en ocasiones a la de0l viajero. Con reflexiones que tocan llagas del estrenado siglo XXI o parecían su antesala: "Un grave peligro amenaza a la civilización occidental, porque en Asia se incuba una hostilidad contra el mundo occidental. Y éste debe defender su espíritu. Los pueblos no pueden vender su alma". Hoy le habrían llamado neocon.
Paso a Afganistán –"con sus nacionales, los más pobres, sucios y siniestros de Asia"– y entrada en la India, donde sufren el segundo gran susto. Con miles de kilómetros en las llantas, esquivan por poco la paradoja de morir en un taxi de alquiler, "manejado por un indio fatalista que conducía a gran velocidad". Dieron dos vuelta de campana, mientras su Ford V8 reposaba en un garaje de Bangalore. "Era impensable que hubiésemos sobrevivido los cuatro", clamó Santander recién librado del amasijo de hierros. Quien se llevó la peor parte fue Enrique Power, con varios cortes graves en un brazo.
Las grandes hazañas se enhebran con momentos de profundo choque cultural. En China, Santander, amigo de Benavente, Muñoz Seca y Arniches, se planta en el teatro más reputado de Shanghai dispuesto a imbuirse del arte oriental. Le sorprende un espectáculo lánguido. Una orquesta horrísona. La ausencia de mujeres en la compañía, reemplazadas por "jovencitos ambiguos". En un entreacto, al borde del desmayo, averigua que la obra tiene 32 actos y dura ?4 horas. Huye despavorido.
Japón, Hawai y pasarela a Estados Unidos. Su travesía comienza en sentido contrario al de los pioneros, por California. En aquellos 30, donde el cine recobraba color y perdía afonía, en Hollywood ya tenían que esforzarse en pronunciar los apellidos de Catalina Bárcena, Gregorio Martínez Sierra o José López Rubio. Estrellas con las que los cuatro viajeros convivieron en su periplo de tres días por los estudios cinematográficos. Federico Santander aprovechó para participar como extra en una producción, Mis labios traicionan. Tras paladear el almíbar del espectáculo le quedó un regusto de postre de penitenciaría: "Es una vida fatigosa e ingrata, casi de trabajos forzados. La impresión que me ha producido Hollywood difiere mucho de la divulgada por el mundo. El más certero ha sido, a mi juicio, Jardiel Poncela, que con un contrato espléndido salió de allí corriendo y se volvió a España porque la mágica ciudad de los encantos le resultaba insoportable". Highway y manta.
En Detroit, capital del motor, les recibió el mismísimo Henry Ford, fundador del imperio de cuyas entrañas salió el Tudor Sedán negro que, infalible, les acarreaba por los recovecos del globo. Del encuentro no quedan fotos, pero sí una anécdota. El magnate les saludó con esa cortesía yanqui donde cinco minutos son demasiados. Ni bajó a ver el coche, como un ganadero que se niega a darle una palmadita en el lomo a su res. El concienzudo Marcelo San José, mecánico y conductor de la expedición, había dejado el auto de punta en blanco, a la espera del severo examen del patrón. Víctor San José, hijo del mecánico, recuerda las fotos de aquella hazaña colgadas en el salón familiar. Su padre, que años después aún le contaba anécdotas del viaje, guardó recortes, postales y hasta una pieza del auto. Un fondo documental que alimenta este reportaje. "Mi padre y sus compañeros fueron hombres inquietos, de otro tiempo. Y vivieron algo inconmensurable para la gente de su época", comenta con la voz tintada de admiración y nostalgia.
En Cuba, regida por el dictadorzuelo colonial Gerardo Machado, los cuatro se encuentran una isla desolada que será su última etapa. El potente lobby español los acoge durante semanas. El azar quiso que pudieran asistir a la llegada del Cuatro Vientos, pilotado por Barberán y Collar. Fue el primer avión que voló ininterrumpidamente entre España y Cuba. Un hito en la historia de la aviación y en la España de la época. Los pilotos fallecieron, días después, en un simple vuelo entre Cuba y México. Tragedia seguida con todo detalle por los diarios españoles y que motivó el único artículo que Santander escribió durante su vuelta al mundo. A finales de julio partieron de Cuba en el buque Cristóbal Colón. En aquel interminable trayecto de vuelta, con el Ford V-8 reposando en la bodega, Santander se dio a la lectura del filósofo alemán Hermann Keyserling. Subrayó una frase con la que después cerró muchas conferencias: "El camino más corto para encontrarse a sí mismo es dar la vuelta al mundo".
Alberto Iglesias and Cristofer Costa
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